Los insumos están a la vista:
alto valor de producción, actores de renombre, formato IMAX, música compuesta
por Hans Zimmer, distribución a cargo de la Warner Bros. Pictures. Sin embargo,
Dunkirk de Christopher Nolan solo está disfrazada de Blockbuster convencional,
se nutre de esa apariencia popular para explorar los límites sensoriales de la
experiencia bélica.
Estamos ante un episodio de la
segunda guerra mundial, la retirada del ejército británico de la ciudad de
Dunkirk, tomada por las fuerzas de la Alemania nazi. Nolan nos reúne frente a
tres espacios que estructuran el film: la playa en la que los soldados esperan
su rescate, las alturas en las que seguimos a dos pilotos británicos (Tom Hardy
y Jack Lowden) cerca de la misma costa y la extensión de altamar que alberga
una embarcación civil en dirección a Dunkirk.
Tierra, cielo y mar. Tres
dimensiones, acaso estancias del pánico, en las que se hallan inmersos los
personajes. El tiempo es un factor clave y se escurre violentamente con cada
segundo. Es costumbre de Nolan, en sus últimas entregas, apostar por las crisis
temporales, las carreras contra el reloj que envuelven toda la trama, construyendo
una atmósfera de agitación incesante. Este film no es la excepción, pero a
diferencia de los juegos retóricos y las capas de realidad que caracterizaban a
Inception o Interstellar, Dunkirk apunta con precisión y firmeza a la
materialidad de las acciones; reconstruye fragmentos de vida en esta
multiplataforma bélica.
Las acciones en tierra exhiben
los instantes más catastróficos de la historia, bombardeos, balaceras y heridos
por doquier. Aquí aparecen dos figuras, la de Tommy (Fionn Whitehead) y Alex
(Harry Styles), soldados que encarnan el instinto de supervivencia, esfuerzo
que se siente insignificante frente al enemigo colosal que amenaza con
exterminarlos. Es por eso que resulta tan apasionante esta parte de la
historia, porque si bien son minúsculos, ambos personajes son filmados por un
Nolan interesado en develar micro universos; las sensaciones corren y entran en
conflicto con el deber, con la labor imperativa, no la de ser solo un buen soldado,
sino la de dilucidar la naturaleza ética de las decisiones que toman. A esa
tensión se suma el comandante Bolton (el notable Kenneth Branagh), quien aporta
temple y humildad al tiempo de crisis.
En el mar se cuenta la historia
de un hombre mayor, el señor Dawson (Mark Rylance), que conduce su propio yate
hacia la costa de Dunkirk para salvar cuanta vida le sea posible, es acompañado
por su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y George (Barry Keoghan, amigo de Peter). Más
que civiles encomendados a ejercer una acción de ciudadanía, son seres humanos
con una conciencia crítica. La frase que pronuncia el personaje de Rylance es
colosal: “los hombres de mi edad hicieron esta guerra, ¿por qué enviamos a
nuestros hijos a pelearla?”. Lo mejor de esta subtrama se manifiesta cuando
rescatan al soldado que interpreta Cyllian Murphy. Esa embarcación destinada a
ser un pasatiempo de fines de semana, se va convirtiendo a pulso de maretazos
en una prisión para Murphy, quien no desea en absoluto volver al infierno de la
costa francesa.
La batalla que se libra en el
cielo es la menos caótica, pero también la más claustrofóbica; a lo largo de
esos duelos coreográficos, nos vamos adentrando en las cabinas de Tom Hardy y
Jack Lowden. Los encuadres son ocupados en su totalidad por los rostros de
ambos, hay poco espacio dentro de la toma, el margen de movimiento es mínimo,
al igual que el margen de error de la misión. La performance de Lowden es
excelente y tiene una escena para el infarto, se ve reprimido por el espacio de
su cabina y se activa el frenesí traumático que caracteriza el film. Por su
parte, Tom Hardy está genial como guerrero meditativo, mientras combate en las
alturas, vemos en su gesto y, sobre todo, en la mirada, contención pura.
Todos los sonidos del cielo, mar
y tierra se conjugan en una banda sonora que aturde, que edifica el pavor
mediante el exceso, las texturas de las balas, los aviones, las olas, todo suma
y se escucha con una presencia única. Frente a esto la música monotonal y dilatada
de Hans Zimmer se presenta como un desafío: una mega estructura que juega a
estar al borde todo el tiempo. Es cuando la música y los ambientes se detienen que
sentimos la calma acogedora del silencio.
Los actos heroicos aquí dejan de
ser acciones militares, abandonan el terreno del nacionalismo y pasan al campo
de la empatía psicológica, la unión de fragmentos de vida en este apoteósico film
que todo el tiempo parece un perturbador tercer acto.
Dunkirk es ambiciosa. Sí, y se
sostiene como ganadora de su propia apuesta. Estamos ante el mejor Christopher
Nolan.
Tirso Vásquez.
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