(Desde Ciudad de México)
No suelo hacer lecturas extra-cinematográficas, pero hay situaciones que lo ameritan. Probablemente sean temas personales los que me inclinan a hacer esto, así que procuraré ser lo más analítico que mis emociones me permitan.
No suelo hacer lecturas extra-cinematográficas, pero hay situaciones que lo ameritan. Probablemente sean temas personales los que me inclinan a hacer esto, así que procuraré ser lo más analítico que mis emociones me permitan.
Lucky (2017) es mucho más que un film sobre la vejez; en todo caso,
es el film sobre una vejez en particular. Sí, la de Harry Dean Stanton, pero no
solo la del actor de carne y hueso, sino de lo que representa su figura. El
maestro de gran capacidad, que solo interviene cuando es estrictamente
necesario, el tipo de perfil bajo, que sabe lo que vale y su lugar en el mundo
y no tiene que demostrarle nada a nadie. Ese es Harry Dean.
La narrativa se estructura como
un ritual con variaciones. Son los mismos espacios, las mismas personas, las
mismas rutinas que sirven como hábitat al protagonista, llamado Lucky (como la
película). Su recorrido está filmado sin prisas, sin agitaciones, porque
director John Carroll Lynch al parecer entiende que de apurar más un proceso,
este simplemente terminaría. Esa muerte, entendida como paso del tiempo, es la
que contemplamos en la cinta. Lucky, el último papel que interpretó el nonagenario
Dean Stanton antes de completar su ciclo personal, su unidad vital, la ausencia
que inicialmente solo podemos percibir como vacío.
Pero centrémonos, o intentemos
centrarnos, en el cine.
Los ritos de Lucky, también
funcionan como despedidas cotidianas. Sin necesidad de apelar a patetismos,
Carroll Lynch desarrolla escenas como las acaloradas conversaciones en el bar,
en las cuales David Lynch tiene un cálido rol secundario; también está la
escena en que Loretta (Yvonne Huff) pasa una tarde amena con nuestro
protagonista, para dar paso a un momento emotivo y de gran verdad, donde no hay
grandes discursos, solo subtexto. Es grato anunciar que el momento más grandioso
es ejecutado con sobriedad, es la escena más bella y se reduce a un juego de
miradas sobre un mismo eje: la escena de la pequeña fiesta mexicana. No diré más.
La elección del actor permite concentrarnos
en el deterioro del cuerpo humano, pero Carroll Lynch no establece la vejez
solo mediante la decadencia física, también la acompaña con los sonidos de la
noche que acompañan fielmente a Lucky, donde no se escucha más que los grillos
y la oscuridad se impone sobre el vacío.
Cada segundo que transcurre es un milagro, intuimos que los retazos de vida que se van cortando nos acercan un poco más al ineluctable fin, pero nos llenamos la vista de instantes sensibles en un efecto en cadena que pareciera querer retar a la muerte. En la contemplación quizás nos sintamos eternos.
Poco importa si el personaje
muere o no. Harry Dean, el padre de París,
Texas (1984) que supo aceptar sus limitaciones, ya no está más y nos alegra
saber que estuvo aquí, que nos dejo algo. Suficiente será su sencillez para
evocar en nosotros una ternura desmedida. Adiós, padre mío.
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