Willka y Phaxsi son dos ancianos aimaras que habitan en los Andes peruanos, nunca se especifica la zona en particular; ambos subsisten por la agricultura y la crianza de ganado. También comentan seguido sobre su hijo Antuku, quien dejó de vivir con ellos hace mucho tiempo.
Wiñaypacha de Óscar Catacora nos aproxima a escenarios de
supervivencia y lucha humana, donde existe la necesidad de contemplar con
paciencia el acontecimiento de los días.
Hay un interés por la
representación naturalista, no solo a nivel actoral (el cual es muy logrado),
también se rinde cuenta del tratamiento natural en la austeridad con la que se
relatan las tragedias. Cada episodio transcurre sin artificios o trucos que
busquen adornar este cuento sobre el fin de la vida.
Catacora concentra la claridad de
los encuadres del filipino Lav Díaz (Evolution of a Filipino Family, Norte, the end of history), uno de los naturalistas contemporáneos más
interesantes; ambos buscan la sensación de realismo, a través de planos de
conjunto que intensifican la quietud y extienden su duración sin miedo. Es el
cine moderno que habla, pero que no olvida su relación con el cine clásico; tan
solo pensemos en los silencios, presentes en Catacora y Díaz, del maestro Yasujirō
Ozu: el crítico Emilio Bustamante ya había apuntado la semejanza de Wiñaypacha con Tokyo Stories (1953), otro retrato sobre la vejez.
Volviendo a la impronta moderna en
los films de Catacora y Díaz, hay que hacer las distinciones de cada caso. Mientras
el filipino apuesta por la totalidad narrativa y maximalista, Catacora
despliega gestos de un micro-universo, de acciones que se sienten minúsculas frente
a la enorme presencia de los Andes en cada fotograma. Los retazos de vida en
Wiñaypacha son apenas destellos de algo más grande, que trasciende. La muerte
está rondando siempre y las catástrofes intentan ser explicadas por los cálidos
Willka y Phaxsi desde su propia visión del mundo. La vejez registrada rinde cuenta del paso del
tiempo, que si bien, aletargado, resulta incesante e imparable.
Está también como un elemento
simbólico, los diálogos en los que se alude a Atunku, el hijo ausente. Objetos
como la chompa (uno intuye que perteneció al hijo) construyen el sentido de esa
partida. Phaxsi le comenta a Willka que recuerda que Atunku tenía vergüenza de
hablar aimara, Willka le recuerda en otro momento que la gran ciudad les ha
arrebatado a su hijo. Queda plasmada en las conversaciones la sensación de
alejamiento y soledad que rodea a los protagonistas.
La tragedia toma distancia de los
tratamientos miserables, puesto que su lenguaje busca la contemplación de los desastres
y oculta con inteligencia algunos gestos de sufrimiento. El dolor se escucha,
pero no se vende como imagen exótica. Esto último es muy importante, puesto que
los encuadres priorizan los desplazamientos, los ritos, las acciones cotidianas
y abren su alcance cuando se trata de mostrar un acontecimiento fatal. No hay
primero planos de tristeza efectista.
La banda sonora configura la
hostilidad que enfrenta la pareja, en cada secuencia aporta la aspereza que la
situación demanda. Son dignos de atención particular, el sonido del fuego, las
largas caminatas sobre las piedras, la canción que interpreta Willka y los
llantos sentidos que se desprenden de esa humanidad tan lacerada.
Uno de los momentos más notables
es la búsqueda en mitad de la noche: filmada con belleza, resulta angustiante y
de una fortaleza única. Phaxsi se niega a permitir que su compañero caiga.
Tirso Vásquez / Copyleft 2017
Comentarios
Publicar un comentario