Wes Anderson podría tener una
charla muy amena con Hong Sang-soo. Ambos son directores cuyo estilo formal es
reconocible a primera vista. Sobre los dos también se bromea: “siempre hace la
misma película”, palabras que suponen que hay un sistema en el que se ha asentado
su ficción y del cual no salen. En el caso del coreano su esquema se ampara
sobre el paneo, el zoom y las conversaciones de seres alcoholizados; la fórmula
del estadounidense es la de la composición simétrica, los colores pastel y la
excentricidad como valor identitario. Sin embargo, tanto Hong como Wes conocen
cómo entregar escenas nuevas dentro de ese método que han perfeccionado.
En el caso de Anderson,
“Rushmore” significó el primer viraje de su obra, el manifiesto de lo que sería
su sello personal, es cierto que aún faltaba una solvencia que cohesione las
ingeniosas situaciones que el director texano era capaz de poner en escena. Fue
con “The Royal Tenenbaums”, su gran película del 2001, que logró la perfección
del sistema: el ímpetu novelesco y teatral a la vez, la manía por las
clasificaciones, los títulos, las categorías, las secuencias de montaje que
resumían años de peculiar existencia (como la de Margot Tenenbaum) o el uso de
la música popular para crear atmósferas más graves (Elliott Smith sonando en la
secuencia de Richie Tenenbaum) y las narrativas divididas en algo que se
asemeja a un tablero de juegos coqueto, como un film de Ernst Lubitsch. Entrañable
película sobre el perdón, con uno de los arcos de transformación de personaje
más conmovedores de su filmografía: el de Ben Stiller.
Junto con los Tenenbaum, “La vida
acuática de Steve Zissou” fue la comprobación de que el vínculo familiar era el
terreno de Wes Anderson. Con Darjeeling Limited las marcas de estilo comenzaron
a pesar, pero dos años después apareció la estupenda Fantastic Mr. Fox,
película que devela el amor de Wes Anderson por las técnicas de animación de
Willies O’ Brien (Lost World, 1925) y Ray Harryhausen (Jason and the argonauts,
1963). La forma cambiaba, pero el fondo se mantenía, los tópicos de su cine
iban a ser concentrados en los simpáticos personajes del gran Roal Dahl: zorros
angloparlantes animados por stop motion.
Algo similar podemos sostener
sobre “Isle of Dogs”. El empaque es una ligera variante de lo que Wes venía haciendo (Budapest Hotel y la fallida Moonrise Kingdom),
pero la sustancia está ahí, intacta. “Isle of Dogs” es un relato sobre la
confianza y los obstáculos para consolidarla. Chief (Bryan Cranston), el perro
vagabundo, rechaza los amos humanos, su identidad está más cerca de la
democracia directa y la autogestión. No obstante, su autonomía está motivada
por un miedo profundo, por la desconfianza que ha aprendido a tener; bajo este
principio es que siempre les increpa su actitud comodona a Rex (Edward
Northon), Boss (Bill Murray), Duke (Jeff Goldblum) y King (Bob Balaban); ellos
que lo tuvieron todo frente a él, cuyos temores lo hicieron perder la única
oportunidad de tener un hogar. Será la relación de Chief con el niño Atari,
hijo del alcalde y villano Kobayashi, la que concentrará lo más interesante del
film. La dupla se verá partícipe de un proceso de aprendizaje, de establecer
nexos vivos y de escucharse (así hablen en lenguas completamente distintas).
Lo demás es divertidísimo, pero
no es el asunto central. Los escenarios que aparecen como laberintos imposibles,
los subtítulos que complementan lo visto de forma humorística o las miles de
trabas y obstáculos que debe superar Atari junto al clan perruno, en el que siempre corren
rumores, son cuestiones anecdóticas que ponen la cuota de
aventura al film. Esta épica del compañerismo remite a los films de Hayao
Miyazaki, cuya poética sobre el trabajo colectivo sirve como pilar narrativo. El
mejor ejemplo de esta mística en películas del maestro japonés, posiblemente
sea, como señalara Roger Koza, la maravillosa secuencia en la que el dios del
Río visita el spa en el que trabaja Chihiro; en el caso de Anderson, nos
remitimos a dos ejes comunales: la del bando canino que decide ayudar a Atari y
la de Tracy Walker (Greta Gerwig), la inteligente y sagaz estudiante de
intercambio extranjero que desconfía del poder de turno.
De Miyazaki, también se toma
prestada la paciencia para observar con quietud ciertas escenas, ya que la
calma también comunica. Es en este punto donde se evidencia que la deuda no es
solo con el cofundador de los Studios Ghibli; también pensemos en Kurosawa y
la fuerza de sus voluntades heroicas o en la contemplación que Ozu dedicaba a
cada encuadre. Miyazaki es la condensación de esos dos mundos del cine de oro
japonés y Anderson un agente que bebe de ese resultado.
La resolución del clímax resulta
apurada, sin la misma gracia que los tres cuartos de película que le anteceden.
No hay una transformación trascendente en el villano, pero la línea narrativa
más interesante tiene una conclusión que no será revelada aquí. Wes Anderson es
un apasionado, continúa con el espíritu de "The Grand Budapest Hotel", donde la lealtad es retratada como vínculo atemporal. Esperemos que el cine de este agradable creador mantenga lo demostrado en los mejores pasajes de esta cinta.
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