Festival de Lima 2019: "It Must Be Heaven" de Elia Suleiman


Describir lo nefasto con dulzura. Una tarea encomiable, difícil en un mundo donde las sutilezas no siempre son bien recibidas; y, además, labor digna de una persona que anhela ser feliz. ¿Qué mayor resistencia que esa? Vibrar de algarabía en un marco de desesperanza.

Esto es lo que ha logrado Suleiman, reactivar la comedia como zona de reflexión política. It Must Be Heaven se desentiende de la crítica ácida o de la denuncia rabiosa y enarbola un dispositivo de registro sencillo: la contemplación simétrica del absurdo.

Cada encuadre compone un balance milimétrico, el cual es captado en muchas ocasiones desde una perspectiva frontal y que podría acusar cierta dureza en el discurso fílmico. Sin embargo, el cineasta palestino nos hace viajar por esas imágenes con soltura y gracia. Curioso que, al igual que Aki Kaürismaki, el palestino logre darle dinamismo y flexibilidad a planos tan rígidos. Es justamente el humor lo que evita que esa rigidez se convierta en solemnidad (como la primera escena, sin una conexión explícita con el resto del film, donde la seriedad se rompe con un gesto burlón, que reta la ortodoxia de los personajes frente a la cámara. Deleite puro.)

Suleiman está en el centro de todo, vemos al director observar la vida cotidiana en su natal Palestina. Ahí su mirada se configura como la de un espectador sensible y parco; los encuentros disparatados con sus vecinos de Nazaret nos advierten de lo que vendrá después, viajes a París y Nueva York en busca de fondos para financiar una película. El espíritu del director recuerda, y  a la vez contrasta, al Nanni Moretti de Caro Diario, sobre todo al de la primera parte (“En Vespa”), en la cual el italiano recorre en moto las calles y va vinculándose con las personas de los diferentes barrios. La diferencia es que el personaje de Moretti desenfunda un carácter demencial y parlanchín, a lo cual Suleiman opone una serenidad silenciosa, porque es él el que está contemplando a la gente que se comporta de forma extraña o con algo de locura, mientras que Moretti es el dulce desquiciado que habla con la gente normal.

Los pasos del director palestino por París y Nueva York son aún más absurdos e imaginativos. Suleiman se burla con amabilidad del egoísmo del primer mundo, de la fútil institucionalidad de cada país y de la hipocresía social en lugares donde se supone la apertura está garantizada para todxs. Destaca el momento en el que un productor francés le niega el financiamiento para su película, le dice que si bien simpatiza con la lucha palestina (como manda la corrección política) su proyecto no es lo suficientemente “palestino”, ya que no aborda los temas clichés de su país. Una escena dedicada a todo aquel que no puede ver más allá de los estereotipos.

En Estados Unidos hay otro gran chiste, es fenomenal y señala una problemática grave, pero sin intentar dar alguna lección (ya es muy evidente a estas alturas lo que es correcto e incorrecto moralmente). Suleiman entra a un supermercado cualquiera, de pronto empiezan a aparecer los clientes estadounidenses; todos portan armas de fuego, desde revólveres hasta AK-47 y bazucas de largo alcance, pero caminan con total normalidad, como si la violencia ya se hallara integrada al discurso de EE.UU: la cuna de la libertad, donde recordemos no existe solo el derecho a portar armas, sino también a vendérselas a países aliados.

Los gags y situaciones de humor provocativo desbordan el hermoso film de Suleiman, quedan para ser revisadas a profundidad otras escenas, como la del vínculo que el cineasta establece con el gorrión herido o el momento en el que notamos que una joven ha sido, aparentemente, secuestrada por dos agentes militares en un automóvil. Lo cierto es que la gracia se va acumulando con cada secuencia, ya sea para develar ternura o para sacar a flote la maldad.

El film está dedicado a los padres del director (y a Palestina), lo cual juega como complemento curioso si notamos que siempre está rondando la idea del cambio que enfrenta una generación avejentada, la que está desapareciendo sin haber visto su identidad reconocida de una vez por todas, solo ese acto mínimo de justicia ya sería como entrar al paraíso por un instante.  

Un apunte más, Suleiman refuerza la importancia poética de uno de los recursos más básicos de los manuales de cine: el plano-contraplano, juega con las distancias, construye ejes de mirada o los rompe (como en la sublime escena de los insultos de sus vecinos, cada uno en su propio balcón), dilata el tiempo y establece conexiones sensibles entre él y el mundo que recorre. Su sencillez es conmovedora, como en el tercer acto del film en el que retorna a Nazaret y contempla, otra vez, frontalmente toda la alegría de un puñado de jóvenes que festejan en una discoteca. Se trata de dos encuadres mediados por la oposición: en el primero está Suleiman solo, es un hombre viejo y lleva la carga de haber oído en una escena anterior que posiblemente él no verá a su nación ser libre; en el segundo encuadre, las luces de neón caen sobre los jóvenes, están de fiesta, como si supieran que ellos serán los testigos vívidos de la liberación palestina.  

It Must Be Heaven refuerza la idea de que la comedia es no solo una herramienta política, sino también una medicina para el alma. Suleiman es un ser humano de esos que son imprescindibles, su mirada es esperanzadora y su film un milagro maravilloso.

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