Describir lo nefasto con dulzura.
Una tarea encomiable, difícil en un mundo donde las sutilezas no siempre son
bien recibidas; y, además, labor digna de una persona que anhela ser feliz.
¿Qué mayor resistencia que esa? Vibrar de algarabía en un marco de desesperanza.
Esto es lo que ha logrado
Suleiman, reactivar la comedia como zona de reflexión política. It Must Be
Heaven se desentiende de la crítica ácida o de la denuncia rabiosa y enarbola
un dispositivo de registro sencillo: la contemplación simétrica del absurdo.
Cada encuadre compone un balance
milimétrico, el cual es captado en muchas ocasiones desde una perspectiva
frontal y que podría acusar cierta dureza en el discurso fílmico. Sin embargo,
el cineasta palestino nos hace viajar por esas imágenes con soltura y gracia.
Curioso que, al igual que Aki Kaürismaki, el palestino logre darle dinamismo y
flexibilidad a planos tan rígidos. Es justamente el humor lo que evita que esa
rigidez se convierta en solemnidad (como la primera escena, sin una conexión
explícita con el resto del film, donde la seriedad se rompe con un gesto
burlón, que reta la ortodoxia de los personajes frente a la cámara. Deleite
puro.)
Suleiman está en el centro de
todo, vemos al director observar la vida cotidiana en su natal Palestina. Ahí
su mirada se configura como la de un espectador sensible y parco; los
encuentros disparatados con sus vecinos de Nazaret nos advierten de lo que
vendrá después, viajes a París y Nueva York en busca de fondos para financiar
una película. El espíritu del director recuerda, y a la vez contrasta, al Nanni Moretti de Caro
Diario, sobre todo al de la primera parte (“En Vespa”), en la cual el italiano
recorre en moto las calles y va vinculándose con las personas de los diferentes
barrios. La diferencia es que el personaje de Moretti desenfunda un carácter
demencial y parlanchín, a lo cual Suleiman opone una serenidad silenciosa,
porque es él el que está contemplando a la gente que se comporta de forma
extraña o con algo de locura, mientras que Moretti es el dulce desquiciado que
habla con la gente normal.
Los pasos del director palestino
por París y Nueva York son aún más absurdos e imaginativos. Suleiman se burla
con amabilidad del egoísmo del primer mundo, de la fútil institucionalidad de
cada país y de la hipocresía social en lugares donde se supone la apertura está
garantizada para todxs. Destaca el momento en el que un productor francés le
niega el financiamiento para su película, le dice que si bien simpatiza con la
lucha palestina (como manda la corrección política) su proyecto no es lo
suficientemente “palestino”, ya que no aborda los temas clichés de su país. Una
escena dedicada a todo aquel que no puede ver más allá de los estereotipos.
En Estados Unidos hay otro gran
chiste, es fenomenal y señala una problemática grave, pero sin intentar dar
alguna lección (ya es muy evidente a estas alturas lo que es correcto e
incorrecto moralmente). Suleiman entra a un supermercado cualquiera, de pronto
empiezan a aparecer los clientes estadounidenses; todos portan armas de fuego,
desde revólveres hasta AK-47 y bazucas de largo alcance, pero caminan con total
normalidad, como si la violencia ya se hallara integrada al discurso de EE.UU:
la cuna de la libertad, donde recordemos no existe solo el derecho a portar
armas, sino también a vendérselas a países aliados.
Los gags y situaciones de humor
provocativo desbordan el hermoso film de Suleiman, quedan para ser revisadas a
profundidad otras escenas, como la del vínculo que el cineasta establece con el
gorrión herido o el momento en el que notamos que una joven ha sido,
aparentemente, secuestrada por dos agentes militares en un automóvil. Lo cierto
es que la gracia se va acumulando con cada secuencia, ya sea para develar
ternura o para sacar a flote la maldad.
El film está dedicado a los
padres del director (y a Palestina), lo cual juega como complemento curioso si notamos que siempre
está rondando la idea del cambio que enfrenta una generación avejentada, la que
está desapareciendo sin haber visto su identidad reconocida de una vez por
todas, solo ese acto mínimo de justicia ya sería como entrar al paraíso por un
instante.
Un apunte más, Suleiman refuerza
la importancia poética de uno de los recursos más básicos de los manuales de
cine: el plano-contraplano, juega con las distancias, construye ejes de mirada o
los rompe (como en la sublime escena de los insultos de sus vecinos, cada uno
en su propio balcón), dilata el tiempo y establece conexiones sensibles entre
él y el mundo que recorre. Su sencillez es conmovedora, como en el tercer acto
del film en el que retorna a Nazaret y contempla, otra vez, frontalmente toda
la alegría de un puñado de jóvenes que festejan en una discoteca. Se trata de dos
encuadres mediados por la oposición: en el primero está Suleiman solo, es un
hombre viejo y lleva la carga de haber oído en una escena anterior que
posiblemente él no verá a su nación ser libre; en el segundo encuadre, las
luces de neón caen sobre los jóvenes, están de fiesta, como si supieran que
ellos serán los testigos vívidos de la liberación palestina.
It Must Be Heaven refuerza la
idea de que la comedia es no solo una herramienta política, sino también una
medicina para el alma. Suleiman es un ser humano de esos que son
imprescindibles, su mirada es esperanzadora y su film un milagro maravilloso.
Cinéfilo de Pueblo Libre - Copyleft 2019
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